Crucifixión: Carta de Pilato al Emperador Romano Augusto César. 1º Entrega

En aquellos días que siguieron a la Crucifixión de Nuestro Señor Jesucristo, en tiempo de Poncio Pilato, gobernador de Palestina y de Fenicia, se compusieron en Jerusalem estas memorias que refieren a su relación con Jesus. Pilato, junto con su correspondencia particular, las envió al Emperador Romano Augusto César. Esta es la primera de dos Entregas.



Carta del gobernador Pilato acerca de Nuestro Señor Jesucristo, enviada a Augusto César a Roma:


«Al excelentísimo, piadosísimo, divinísimo y terriblísimo César Augusto, el gobernador de la provincia oriental, Pilato.


I. Excelencia: La relación que voy a haceros es causa de que me sienta cohibido por el temor y por el temblor. Pues habéis de saber que en esta provincia que gobierno, única entre las ciudades en cuanto al nombre de Jerusalem, el pueblo en masa de los judíos me entregó un hombre llamado Jesús, acusándole de muchos crímenes que no pudieron demostrar con la afluencia de las razones. Había entre ellos una facción enemiga suya porque Jesús les decía que el sábado no era día de descanso ni fiesta de guardar. Él, en efecto, obró muchas curaciones en tal día: devolvió la vista a los ciegos y la facultad de andar a los cojos; resucitó a los muertos; limpió a los leprosos; curó a los paralíticos, incapaces en absoluto de tener impulso corporal ni erección de nervios, sino sólo voz y articulaciones, dándoles fuerzas para andar y correr. Y extirpaba la enfermedad con sola su palabra. Otra nueva acción más portentosa, deconocida entre nuestros dioses: resucitó a un muerto de cuatro días con sólo dirigirle su palabra; y es de notar que el muerto tenía ya la sangre corrompida y estaba putrefacto a causa de los gusanos salidos de su cuerpo y depedía un hedor de perro. Viéndole, pues, yacente como estaba en el sepulcro, le mandó que echara a correr; y él, como si no tuviera lo más mínimo de cadáver, sino más bien como un esposo que sale de la cámara nupcial, así salió del sepulcro, rebosante de perfume.


II. Y a unos extranjeros, endemoniados a todas luces, que tenían su domicilio en los desiertos y comían sus propias carnes, portándose como bestias y reptiles, incluso a ellos les hizo honrados ciudadanos, les volvió cuerdos con su palabra y les preparó para ser sabios, poderosos y gloriosos, comensales de todos los que odiaban los espíritus inmundos y perniciosos que habitaban anteriormente en ellos, a quienes arrojó a lo profundo del mar.


III. Había, además, otro que tenía la mano seca. Mejor dicho, no sólo su mano, sino la mitad entera de su cuerpo estaba petrificada, de manera que no tenía figura de varón ni dilatación de músculos. E incluso a éste le curó con una palabra y le dejó sano.



IV. Y había otra mujer hemorroísa, cuyas articulaciones y venas estaban agotadas por el flujo de sangre, que no llevaba ya consigo ni cuerpo humano siquiera, que se asemejaba a un cadáver y que, finalmente, se había quedado sin voz. Tal era su gravedad, que ningún médico del territorio encontró manera de curarla y ni esperanza siquiera de vida le quedaba. Mas una vez que Jesús pasaba en secreto por allí, tomó fuerzas de la sombra de éste y tocó por detrás la orla de su vestido; inmediatamente sintió que una fuerza henchía su orquedades y, como si jamás hubiera estado enferma, empezó a correr ágilmente camino de su ciudad, Capernaúm, estando a punto de igualar la marcha de seis jornadas.


V. Y esto que acabo de relatar con toda circunspección, lo hizo Jesús en día de sábado. Obró, además, otros milagros mayores que éstos, de manera que he llegado a pensar que los portentos suyos son mayores que los que hacen los dioses venerados por nosotros...


Fuente: Los Evangelios Apócrifos, por Aurelio De Santos Otero.



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